Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Saludo birlibirloquero



Faltan pocos días para finalizar el año,
hemos transcurrido por muchas situaciones
algunas, felices,
otras, no tanto.
De todas hemos aprendido
a disfrutar cada instante
a abrazarnos siempre con alegría
a reír con ganas de hacer reír
a cantar o hacer que cantamos
a ser Birlibirloqueras. Siempre.
Y estamos pendientes de nuestro hijo/libro
Ser madres del mismo niño
es complejo, bien complejo.
¡¡Lo logramos!!

AUN NO ESTÁ TODO DICHO



¡¡¡Feliz 2012 para todos!!!




Birlibirloque

A veces









“Porque a veces me llamo y no estoy”
A.J.Castelpoggi




Dónde estoy me pregunto a veces,
sumergida en mi pequeño mundo
escondida tal vez
en el grano de arena que arrastra el viento
y cae, cae … ¿dónde?

hoy
se posa en lento vaivén sobre la calle donde nací
queda algo mío en ella?
tal vez
una leve estela de la inocencia de niña
o el derrotero invisible
de mis pasos
o los acelerados latidos de los primeros
amores.
Habla de tiempos pasados
donde el tiempo no existía
trae voces,
imágenes
de seres que ya no están
brotan recuerdos sobre la vereda
y
en los filos de las esquinas.
Allí puedo llamarme,
me encuentro
en los rincones de mi ciudad
esta amada Buenos Aires
que despierta con su aliento húmedo
brilla en su inmensidad debajo de un sol espléndido
mirando con ojos asombrados el gran río.
y que siempre
llevo a todas partes porque es toda mía.



© Erica Schwörer
® Birlibirloque

El gato montés










Al cruzar el patio, volví a ver la jaula con el gato montés. Un cazador se lo había traído de regalo a mi padre, en la creencia de que podía ser domesticado.
Se paseaba furioso por el reducido espacio que apenas le permitía moverse. Sus miradas parecían descargas eléctricas y sus maullidos helaban la sangre.
Sentí un enojo muy grande hacia mi padre por el hecho de haber aceptado ese pobre animal. Durante la cena lo observaba con mirada torva imaginando su triste final, sin comprender cómo se podía ser tan cruel con un animal tan bello.
Al día siguiente como si una garra moteada de amarillo me atrajese hacia la jaula, me dirigí hacia el fondo y advertí que la puerta estaba amarrada con una tira de tiento. El gato gruñía furioso, me alejé impotente con el corazón oprimido.
Por la noche luego de comprobar que todos dormían, abandoné de puntillas el dormitorio. Recorrí con sigilo la galería, abrí lentamente la puerta de la cocina, esquivé la mesa y una silla, estiré el brazo buscando a tientas sobre el techo del aparador y con la punta de los dedos alcancé el mango del cuchillo que guardaban fuera de nuestro alcance. Lo saqué de la vaina y la hoja brilló a la luz de la luna. Crucé descalza el patio y me agaché junto a la jaula, el gato comenzó a gruñir, esquivando zarpazos logré tras varios intentos contar la lonja que aseguraba la puerta, no me atreví a correr el pasador temiendo sus filosas garras, entré a la quinta y traté de abrir con la punta del escardillo. el gato siseaba, yo trataba de calmarlo chistándole, sus maullidos me erizaban la piel. Al fin ensarté una de las puntas del pasador y comencé a tirar. La puerta fue cediendo poco a poco, apenas bastaron unos centímetros para que el felino estirando el cuerpo saliese de la jaula. Lo vi, en la claridad de la noche, quedarse un instante indeciso, batió enérgicamente la cola y con un salto prodigioso se perdió tras las achiras.
Salí de la quinta, tiré el tiento a través del tapial y guardé el cuchillo en su lugar, entré al dormitorio, me sacudí la tierra de los pies y una vez acostada suspiré feliz.
Al otro día al despertarme oí un alboroto en el fondo, la indignación era general, nadie se podía explicar cómo había escapado, el gato en su huída se metió en el gallinero y degolló a más de una gallina y también al gallo catalán que mi padre había comprado la semana anterior.
Sin decir una palabra fui hasta el columpio y me puse a mordisquear un durazno verde mientras giraba y giraba arrollando y desenrollando la cadena de la hamaca.
Mi madre cruzó en silencio frente a mí y al mirarme sus ojos sonreían.



© Myrta Zweifel
® Birlibirloque


Miradas









Yo, un simple bote
de alquiler tuve la desgracia de ser el corazón de esta muerte.
Fue un día como cualquiera de esos de la semana.
El hombre, de mediana edad con pelo canoso y mirada triste entra en la guardería de San Fernando. No entiendo porqué me elije a mí, un bote de madera envejecido y pasado de moda.
Recuerdo su pantalón gris claro y su camiseta de marino.
Esa mañana un sol intenso ilumina un puro cielo celeste donde algunas nubes navegan a la deriva.
Comenzamos el viaje hacia el río adentro. Pasamos por canales umbrosos que espejaban la fronda siempre misteriosa de las islas.
En el río casi no hay embarcaciones. La lancha de pasajeros ya ha pasado y la de Prefectura está lejos. Avanzamos suavemente por el agua, que acaricia la madera despintada de mis costados, hasta que la costa comienza a verse silvestre, deshabitada. Remaba muy bien el hombre, debía tener experiencia. Luego detiene la marcha y levanta mis remos. Enciende un cigarrillo con mano calma y después de varias bocanadas, zas, se tira por la borda.
Se hundió velozmente. Yo me quedé sólo y desconcertado.
En tantos años de bogar por el río nunca me había sucedido algo así. Yo había escuchado algunas historias de boca de otros botes, pero casi siempre habían sido accidentes. Pero no esto.
Me quedé solo y a la deriva. A merced del movimiento del agua.
Después de muchas horas llegó la Prefectura y me arrastraron con ellos. Y me ataron a su muelle. Y aquí estoy, sin poder contarle a nadie lo ocurrido.
Sí, estoy muerto.
Y en esa región sin nombre.
Pero quiero aclarar porqué me suicidé, me quité la vida o puse fin a mis días. Como les parezca mejor.
Era lo único que se podía hacer. Estaba acabado.
Muchos dirán que estuve loco, pero sé bien que esa era mi única salida. Me encontraba desesperadamente solo. Olga se había ido con ese tipo que desde un comienzo no me cayó bien. Y para completarla, sin trabajo. Y sin plata.
Así que comencé a pensar en cómo lo llevaría a cabo.
Y el día llegó, lo sentí en mi piel.
Alquilé un bote viejo, así no lo echarían de menos muy rápido o no se darían cuenta de que faltaba.
Remé un largo rato por el río. Era una hermosa mañana. Quizá no era un buen día para morir. Remar fue mi último y feliz momento.
Cuando llegué a esa zona desolada, donde el delta se vuelve salvaje, me detuve y metí los remos adentro.
El bote me acunaba mansamente. Me fumé un pucho, y cuando me dije ¡ahora! Salté hacia el agua. Y me ahogué, a pesar del esfuerzo que hice para salir a flote. Lo había previsto, allí la corriente es muy fuerte, difícil y me arrastró.
Listo.
Ya está hecho.
Me queda una duda ¿alguien recogerá el bote?
Esa mañana
Gastón se levantó con la certeza de que ese era el día indicado para su suicidio. Le gustaban los días de sol. Y ese era especialmente soleado.
Durante muchos días había pensado y calculado todos los detalles para llevar a cabo esta tarea. Había analizado, según él, todas las posibilidades y había llegado a la conclusión de que esa era su única salida, y lo haría en el río.
El episodio que desencadenaba tal empresa fue que, después de muchos años de un matrimonio que él suponía feliz, una mañana Olga, su mujer se fue, con un gerente nuevo de la empresa donde trabajaba, diciéndole que todo había terminado. Que el amor se había acabado. Rauda, había cerrado la puerta con cierta violencia.
Y Gastón se quedó mirando esa puerta durante días.
Cuando pudo volver en sí, una profunda tristeza lo había invadido. Con abatimiento trató de llenar sus días trabajando hasta caer rendido. Duró poco. La depresión comenzaba a invadirlo y la bebida lo acompañaba. Primero unas copas al volver, luego otras para animarse a salir. Y se fue transformando en un bebedor consumado.
Lo echaron de su trabajo. Y la depresión aumentó. Ahora no se afeitaba, casi no salía y cada vez estaba más flaco.
Y quiso terminar de una vez con todo.
Como dije, esa mañana se levantó temprano. Se afeitó cuidadosamente, se puso el pantalón gris que le había regalado Olga en su último cumpleaños, su remera de marino y se encaminó sin dudarlo hacia San Fernando. Alquilaría un bote en la guardería de Don Esteban, y se adentraría en el río. Lo demás llegaría solo, pensaba.
Fue más fácil de lo sospechado.
Encontró un viejo bote que le serviría a la perfección y lo alquiló. Se dirigiría hacia el norte, hacia la zona donde el río se vuelve ancho y desolado.
Pasó la lancha de pasajeros. La de Prefectura estaba muy lejos.
Remaba con amor y el bote se deslizaba a la perfección. Como viejos conocidos. Viéndolo de lejos nada hacía preveer los negros pensamientos de su corazón. Cuando llegaron adonde le pareció el lugar indicado, dejó de remar. Tenía la mirada perdida, lejana y sobre todo muy triste.
Pero también determinada.
Lentamente metió los remos en el bote. Se fumó un cigarrillo y luego, acompañado por su oscuro propósito, saltó al agua y se hundió para siempre. El bote quedó a la deriva.
Horas después Prefectura descubrió la embarcación vacía y se la llevaron a sus muelles.
Una lancha había comenzado el rastrillaje.
Apareció en la guardería
un día cualquiera a alquilar un bote.
Era un hombre de mediana edad, bien afeitado. Llevaba un pantalón gris y una remera de marino. La mirada era determinada pero tenía un fondo de tristeza.
Caminaba seguro de sí mismo.
Cuando comenzó su viaje, la mañana estaba en un apogeo de luz y de sol.
Se alejó con el bote rumbo al norte.
A medida que avanzaba, el río se iba ensanchando y la costa variaba. Iba dando paso a lo deshabitado, a la casi selva. Siguió así un tiempo.
Luego se detuvo.
Metió los remos adentro del bote y pensativo fumó un cigarrillo.
Inesperadamente, se tiró al agua y se hundió.
Y allí quedó el bote, vacío, flotando como si nada hubiese sucedido.
Hasta las aguas se aquietaron.
Tiempo después pasó la prefectura y se llevaron el bote.
Pero volvieron y comenzaron a rastrillar el río desde allí, provocando una alteración inusual.




© Carolina Menapace
noviembre 2011
® Birlibirloque





La polilla












Una polilla se posó en mi lápiz,
algo me quiere decir,
palpo su corazón.
El lápiz se deja llevar por su aleteo constante.
Intenta dibujar sobre el terso papel
unas letras muy prolijas,
como no sabe hablar,
deja que el lápiz explique

lo que ella no sabe decir.


Es un poema de amor.

Los amantes se escondían

(era imposible su amor)
ella una pobre campesina,

él un príncipe real.
Fue histórico, ¿por qué ocultarlo?

En la Tierra De Miranda, un lugar encantador
bañado por claros ríos, con flores en los caminos.
Fue allá por el novecientos
-la primavera latía en sus jóvenes corazones-
La tierra sofocada por un sol resplandeciente.
Pasó el príncipe de Gales por el lar de aquella moza
de inmediato fue cautivo de su cálida mirada
dulzura en todos sus gestos, el andar acompasado
(la figura contorneada)
El amor era sincero, pero pronto fue prohibido.

Los días fueron pasando, se veían a escondidas
los trigales, testigos de su pasión.
Ella tendría marido en pocas semanas más.
A él lo esperaba una dama, elegida por sus padres
para contraer enlace, contra su voluntad.

(Esta historia de amor,

vivió lo que dura un sueño
pero quedó un recuerdo
un niño

igualito a su padre)

Fue así,
la polilla,
me contó
la historia de aquel amor
en la Tierra de Miranda.


© Remedios Pernas
® Birlibirloque


La hora improbable













La duermevela
le congela
un grito
en la garganta.

Es la hora
improbable.
Voces extrañas
murmuran
intentando develar el secreto.

Y la ansiosa espera,
en la oscuridad
incierta,
desnuda la bruma
que estaba allí,
como alusión,
aguardando
el brote del ciruelo.






© Lidia A. González
® Birlibirloque

Fuego













Es imposible recordar todo.

Fuego
es lo que necesito para calentarme,
en esta tarde nostalgiosa.
No se ve
ni el suspiro,
tal es el estado del tiempo.
En este invierno que se asoma
oscuro,
triste sin adornos,
ni los pájaros se animan a volar.
Me animé
por la mañana a visitar el río.
Mi asombro
fue que los pájaros silenciosos acometían,
cada uno a picotear
quien sabe qué
alimentos.





© María Elsa Bravo
® Birlibirloque

Cruzar la puerta









Me propones cruzar la puerta, no siento tu mano tibia en la mía.

Hace tiempo que ya no estás. Y sin embargo insistes, cruza la puerta, dices.

Y lo vuelves a decir.
Oigo tu voz una y otra vez.
Te veo sentado frente a la ventana, aunque no estés, parece que estuvieras.
Aún el perfume del tabaco acompaña tu sillón.
La puerta cerrada es una frontera, tablas y bronces lucen su porfiado destino.

El mío frente a ella, y frente a ti. Que no estás, pero insistes en seguir entre las paredes grises.
Tengo la llave. Lo sabes. Me conoces.
Después de ti, cariño, susurras cerca. Y me rebelo y exploto y le doy un golpe a la puerta.

Golpea detrás de mí empujando el aire que me empuja. Y soy libre.
Detrás de esta puerta, estás, con la mirada fija, como cuando tomaste el café que te serví.
El último.



© Cecilia Ortiz
® Birlibirloque

miércoles, 20 de julio de 2011

Día del amigo





Para nuestros visitantes ocho abrazos birlibirloqueros
y parte de una canción.




Un barco frágil de papel,
parece a veces la amistad
pero jamás puede con él
la más violenta tempestad
porque ese barco de papel,
tiene aferrado a su timón
por capitán y timonel:
Un corazón.


(Alberto Cortéz)



Gracias por entrar en nuestra casa y hasta pronto.
¿Les molestaría mucho dejar algún comentario?
Sabemos que nos visitan desde diferentes lugares del mundo y nos gustaría saber algo más de ustedes.



Les contamos que estamos atrasadas en actualizar el blog, porque tenemos entre manos un proyecto. Publicar nuestro primer libro.



Ocho besos birlibirloqueros



Birlibirloque

martes, 5 de abril de 2011

Mañana




Mi familia insiste en que use los anteojos, el oculista, también, yo me resistía. Hoy tomé la decisión. Regresaba de trabajar, a las seis de la tarde. En la estación tomé un taxi. Con el otoño se van acortando los días , caminar las ocho cuadras hasta casa, como lo hago en verano, ya no me gusta. Distraída, miraba las casas, las siluetas en las ventanas. Recordé que no había repasado la pintura de los labios y con el lápiz nuevo les di forma otra vez. No me animé a pedirle al conductor que encendiera la luz, con el espejo de la polvera y las luces de las esquinas me arreglé bien. Los labios quedaron perfectos, mi boca se tornó atrayente; me vi extraña. El auto se detuvo, el chofer sonrió y dijo con voz de telenovela antigua: Cuando me necesite llame a la parada, mi número es el nueve. Pagué rápido, incómoda. En la penumbra de la vereda me repuse de la tensión. En casa estaban los alumnos de mi hermana, hice un repaso al peinado. No pude entrar, la llave estaba puesta. Se abrió la puerta y la luz me dio en la cara, entré sonriente. Iba hacia la cocina cuando mi hermana me detuvo: ¿Qué hiciste? Me vi en el espejo, no supe qué decir. Parecía la azafata del tren fantasma. Mis labios estaban pintados con el delineador negro de los ojos. Me puse roja de vergüenza, entré al baño. Fregué la boca con jabón recordando la infancia. Los retos de mamá cuando me descubría. Con la piel tirante, descolorida parecía aquella chica asustada. Reí. Cuando todo estuvo en silencio y los alumnos de mi hermana se habían ido, fui a buscar los anteojos a mi cuarto; delante del espejo , con las luces encendidas, pinté mis labios. Desde la cocina llamaron. Antes que preguntaran dije: Los lentes están sobre la mesa de luz. Mañana los uso.


© Cecilia Ortiz
® Birlibirloque

El tiempo circular









Mamá lloró desconsoladamente, y como la vi tan abatida y sufriente, le dije unas palabras que creí mágicas, algo así como: ¿Cuántos años tenía Aída? ¿Más de 80?, ¿Cuántos años más querías que viviera? Me parecieron lógicas, obvias y esperé que al instante parara el llanto y cortara la pena, pero no fue así. Mi madre siguió llorando amargamente la muerte de su hermana.

Aída vive un mundo de texturas. Sabe del poplin, sarga, seda, pana, terciopelo, liencillo, gasa. El algodón, la muselina.
Se asoció a un maniquí acéfalo y mudo que la acompañó hasta la muerte con total lealtad, en la aventura de dar forma a los caprichosos deseos de las clientas, y se mantuvo con gran dignidad de pie, en una eterna y femenina silueta soportando con elegancia el accionar de alfileres y la tijera sastre que divorciaba para siempre el sueño del hábito de una manera sabia y drástica.
Este es el mundo de Aída. En un rincón un enorme espejo, en la otra esquina un mueble atiborrado de revistas y figurines, sobre la mesa se apilan texturas conteniendo tonos, colores. Cajas de botones, pequeños, medianos, grandes, gigantes; de metal o madera, broches, festones, puntillas. Están ahí, a la espera, Aída con seriedad y concentración los mira como quien pasa revista a las tropas, y entonces elige para cerrar, ornar, combinar la tarea.
Aída, manos finas, largas, dedos flacos, cuando toca el cuerpo de sus clientas, las va midiendo en un acto reflejo, recorre la espalda, cierra las manos en el talle, abre sus dedos. De esta manera todo es de una o dos palmas, de tres o cuatro dedos.
Cincuenta años le dio a la máquina. La columna doblada en la tarea, la vista concentrada en la obra a terminar, el oído en el radioteatro, el informativo, la quiniela, los tangos.
Con la misma sonrisa encara un corpiño, una sábana, un traje de baño, un vestido de novia.
El paso del tiempo lo mide con la moda, pero el tiempo de la moda es cíclico, por eso siguió dándole a la maquina.
Pasa sus días entre sulfilado, hilván, dobladillo, los festones, frunces, volados, pespuntes, y las exigencias femeninas de realzar, ajustar, disimular, cubrir, o mostrar, agrandar o estilizar, rejuvenecer.
Aída sigue trazando en tiza a pedido, vistiendo al maniquí, clavando alfileres, creando, dándole a la máquina.
Aída es tímida, porque su arrojo y agallas están a disposición del acto creativo de vestir cuerpos, aparte de eso tiene dificultad para relacionarse con la gente. Es como infantil.
Su voz se escucha apenas, en raras ocasiones para decir poco, y siempre algo amable.
No tiene palabras, ella piensa en colores, en rayas y lunares, en seda y arpillera y demuestra su amor vistiéndote, a mi me hizo muchos vestidos y faldas, blusas y camisones. Es su manera de abrazarme.
Ella no se enoja, simplemente aprieta el pie de la máquina de coser y en esos momentos, la máquina anda más rápido, el vestido llega antes a su realización.
La muerte la sorprende cosiendo, porque no se percató que la vida le mandaba señales, una visión más pequeña, un andar menos ágil, una cabeza cubierta de canas. No supo interpretarlo, pensó que el tiempo circular, como la moda, ya mejoraría su visión, ya su agilidad, ya su color en el cabello.
El maniquí sigue erguido y a la espera de su socia. Hay silencio en el taller. Cientos de texturas y colores a la espera de formas y las lágrimas de mi madre siguen corriendo porque nada saben de obviedades o de razonamientos.

Así fue como Aída, dedos de elásticos, ojos de botones, pelo de bouclé, murió, silenciosa y tímidamente. Como vivió toda su vida.




© Irma Acuña

® Birlibirloque

Sin señales de vida








No me miras, no escuchas
ni respondes.
No hay cambio ni trueque de palabras.
Ni mirar profundo.

Un camino yerto.
Es la senda que eliges
segura y conocida,
carente de hierba tierna
donde pisar.

Así transitas la vida
utilizando amigos ajenos,
que tristemente duran poco .

No amas ni puedes compartir
un pedacito de pan
un amanecer
la luna llena reflejándose en el mar.

Eres, ahora eres, toda la nada junta.


© Lidia A. González
® Birlibirloque

Disparador contaminado
por Raúl Gustavo Aguirre

La silla voladora 2





Petrona parió en el rancho, la ayudó la mujer de un hachero. Cuando el hijo nació vio sobre su frente la pálida luz de una esperanza, lo envolvió en un lienzo muy suave que había sido una bolsa de harina y a la cual le había borrado las letras lavándola con agua y ceniza, cubrió de besos su cabeza amada, lo bendijo entre lágrimas y le mojó el pelo con agua del cántaro. Se levantó con cuidado del camastro y lo sacó al patio recién barrido. Iba a sentarse en un tronco que hacía las veces de banco cuando la vio, reluciente, recién hecha, con madera de palo santo y asiento de junto. Sonrió pensando en la amorosa acción de su marido al hacerle una silla. Tomó asiento dispuesta a amamantar al hijo, estaba tan cómoda que se removió en el asiento satisfecha, acarició la madera, dio las gracias a su marido por haber pensado en ella pero el le respondió asombrado que nunca la había visto. Será un regalo de los cumpas o del capataz, agregó. Pero nadie admitía haberla hecho. Solo tenían palabras de admiración al verla tan bien terminada. Ella recordó aquella silla que le había dado reposo en el camino y se asombró de su suerte. Esta se dejaba admirar en su nuevo aspecto. Con en correr de los días aprendió a sufrir y a gozar con las pequeñas alegrías cotidianas de los obrajeros, solo la entristecía el alarido del hachero cuando volteaba un gigante de la selva, porque ella también había sido un árbol. Petrona seguía con su vida, cocinaba locro guacho, hervía mandiocas y lavaba la ropa en un riacho cercano golpeándola con la paleta de madera. El niño crecía y dormía tranquilo en su cajón de madera que colgaba con tiras de tiento debajo del algarrobo. Ella cuidaba amorosamente a la silla, la sacaba de mañana al patio recién barrido, la ponía a cubierto de la lluvia y del rocío y la acercaba al fogón por las noches, pero a la silla las ansias de volar la estaban rondando y cuando el niño fue destetado comprendió que era el momento de partir. Se despidió en silencio de ellos y sin que la vieran se elevó por sobre el monte y voló libre hacia el norte buscando otro destino.

© Myrta Zweifel

® Birlibirloque

El color del verano




Aún no había llegado pero ya lo percibía, una íntima sensación embargaba mi cuerpo. No podía definirlo, era como si cada poro de mi piel estuviera atento, como si cada bocanada de aire penetrara mas profundamente llevándome a un estado de embriaguez casi cercana a la felicidad.
Busqué un rincón con sol y tumbada en la reposera tomé un café para terminar de despejarme, cerré los ojos dejando que la energía de ambos hiciera efecto. Olor a café , caricia de sol , estímulo de la memoria.
Los vi venir desde la ventana de la cocina por el sendero que los llevaba hasta la casa. Caminaban lentamente con esa paz que siempre los acompañaba. Qué año era?
…...Hice cuentas, aproximaciones, Flor …. 9 , entonces Luis 8 y Ana….todavía no tenía 5 la ecuación dio 1979 .
Traían masitas??
Los chicos salían a su encuentro con las bicicletas .
¡!Mamá, mamá , los abuelos trajeron tortas del alemán ¡
! Pequeños estómagos hambrientos se sentaban alrededor de la mesa mientras la mirada complaciente de los abuelos veía como desaparecían las exquisiteces .
Las imágenes de aquel verano fluían amalgamadas de otros similares. Las extensas playas, el mar tan vibrante , podía verlo allí frente a mí, casi tocarlo.
Para mí con tomate! Yo con huevo duro ¡! Hay pepinos?
Caritas bronceadas ,ávidas bocas que desataba el mar . Una canasta enorme llena de víveres que llegaba con esfuerzo hasta la carpa después de una caminata que parecía eterna por la blanda y caliente arena. Veíamos el horizonte descalzos, respirábamos la naturaleza tan libre como ella, crecimos juntos bajo el mágico sol de aquellos días inolvidables que dejaba nuestro espíritu y nuestros cuerpos marcados con el color del verano .

© Erica Schwörer
® Birlibirloque

Errante








Llegué a Bs. As Buscando las imágenes que tantas veces me describió mi tío. A lo lejos escucho un tango “caminito que el tiempo a borrado – que juntos un día nos viste pasar”

¿Cuántas veces lo habrá cantado?

¿Cuántas veces lo habrá caminado con su primer amor? después la vida los separó, él partió, primero a España, más tarde a Alemania Desde entonces perdí la presencia del tío José.

Camino las callecitas de Bs. As. , llego a la Av. de Mayo, me parece estar en Madrid, los teatros con compañías españolas, los viejos bares, atendidos por inmigrantes que vinieron a hacer la América o quizás corridos por la guerra, entro a uno, de sus paredes cuelgan cuadros amarillos de tiempo, reflejan clientes famosos, distintas compañías de zarzuela, menos vetusto Luis Aguilé, como siempre rodeado de chicas.

Me siento a tomar un café, detengo la mirada en un rincón del salón, sentada en una mesa, tomando un té, una dama, elegante, pensativa, indiferente a todo, está sola, escribe en una servilleta, mira por la ventana, ¿Qué espera?

El mozo me sirve un café, amablemente me pregunta: ¿es usted de la ciudad del oso y el madroño?

Si –le contesto.

Yo soy gallego ¿viene a conocer Bs. As?

-Si-.

-Estoy seguro le gustará.

Tomo el café y sin querer mi mirada se dirige a la mesa ocupada por la pensativa dama, sigue sola, toma la cartera, decidida se levanta y sale, en su recorrido deja caer un papel, lo levanto con la intención de dárselo, pero la dama tomo un taxi y se va. Indiscreto, leo la arrugada servilleta.

Hay una voz errante que cautiva mi presente

el recuerdo del amor vivido

el dolor de querer y no ser querido

En la orilla del río veo que todo lo feliz es ido

siento tu presencia inalcanzable

fuiste presente que cegó mi mente.

Acongojada, de todo mal sufrido

soy fiel amante al que has herido

te amé con juventud ilusionada

como pájaro hambriento y aterrado

vacío de ti me encuentro y quedo

El mozo me saluda: espero verlo seguido.

-Como no.

Todos los días voy a tomar el café al mismo bar y ahí está la dama, elegante, solitaria, sigue esperando.

-¿Qué tal señor?- me pregunta el mozo, y aprovecha para contarme algo de su vida, que vino en la pos guerra, que aquí formó su familia.

Salgo a la calle, todo me parece conocido. Llego a Corrientes, antes angosta, ahora ancha, la gente no camina corre, pasan a mi lado indiferentes, quiero atrapar todo en mi memoria, teatros, cines muy famosos, el Opera, anuncian el recital de Sandro, en los teatros figuran grades carteles con hermosas mujeres, es la inigualable Revista Porteña.

Mi regreso se aproxima. Tengo que despedir al mozo, antes de entrar, miro desde afuera, la mesa de la misteriosa dama, como siempre elegante, esta vez en su cara una sonrisa, mi asombro no puede ser mayor, es un hombre, alto, elegante, la alegría se refleja en sus rostros, los miro con detenimiento, sin atreverme a entrar.

¡ES EL TÍO JOSÉ¡




© Remedios Pernas

12 / 5 / 10

® Biribirloque

Tercamente llueve







¿En qué cuaderno podría describir esta melancolía que me invade? Tentando a los fantasmas de la memoria se inicia el rito del pensamiento vuelto escritura.

Se agolpan las imágenes y el oído se vuelve más fino, para los sonidos de afuera y los de adentro. Algunos son melodiosos, otros perturbadores. Conviven separados sólo por una frágil cabeza, la mía.

Los de adentro tienen forma de palabras pero no siempre. Y en alguna región desértica resuenan los ecos siderales. Todo se tiñe de amarillo o de violeta, según.

Tengo los ojos cerrados y me siento como un viejo penitente, en camino a Santiago de Compostela, en otra edad, en otro momento del tiempo superpuesto. Las raíces gallegas floreciendo y las agudas voces sonando en esa atemporal zona del cerebro. Y entre esas voces, la de mi madre cantando por encima de las gaitas. Pequeñas memorias. Caminos de polvo recorridos con otros pies y otros ojos, sin embargo los míos.

Fugacidad de las estrellas.

Todos escribimos el mismo poema.



© Carolina Menapace


® Birlibirloque

De vez en cuando






Este barco ha de seguir viajando

une a poetas y locos/locas

de vez en cuando, es posible ser feliz.


Las nubes lagrimean, el río está triste.

Las piedras alojan sus gemidos.

Valientes.

Otro invierno se irá como los vientos


... la vida continúa con su bella y amarga sonrisa..



© María Elsa Bravo


® Birlibirloque

jueves, 6 de enero de 2011

Marosa







Marosa es una mujer.
La mujer que vive, sueña y cuenta.
Nombra el sexo, se regodea en el placer
y lo transforma en poema…
No hay diques ni contenciones.
En la exuberancia de su naturaleza
el encuentro sexual eclosiona con un ciervo,
un hongo suave y lustroso,
el pico de un pájaro nocturno
o un árbol que la acosa…
Soles y lunas iluminan los senderos
a su soberana voluntad.
Mixtura de ancestros que suelen estar,
o evaporarse en el tiempo…
Mientras tanto, la araña va tejiendo crochet,
minuciosamente, ocultando la trama
y exhibiendo vida.
Cópula, concepción y parto
filtrados por su mirada de niña.
Un unicornio en su camino, el romance
y la boda.
El asta del macho convertida en pene,
explosión múltiple de encuentros
y más tarde el parto difícil,
por el asta del nonato….
Marosa cuenta y Marosa sabe que en el bosque
hay dos unicornios que ya no verá.


© Lidia A. González

® Birlibirloque

La silla voladora





La mujer avanzaba a paso lento cargando una yunta de gallinas amarradas a la espalda. El peso del vientre le impedía ir más ligero y ese andar corto y medido le convenía por la distancia que debía recorrer. Si apuraba el paso el corazón le latía de prisa y la respiración se le volvía agitada.
A esa hora en que el sol caía en forma vertical y no corría la más leve brisa era necesario mantener el ritmo, cuando encuentre una sombra, se dijo, descansaré.
Las gallinas con el pico abierto ya no emitían ningún sonido y le pesaban en la espalda. El camino era de tierra y a su paso se levantaban pequeñas nubes de polvo, lo bordeaban espartillares secos, de tanto en tanto se alzaba un espinillo herido por los rayos de sol que lo atravesaban. Su mirada ansiosa escrutaba el horizonte y de pronto divisó a lo lejos la sombra que buscaba, a medida que se acercaba la veía crecer ante sus ojos, sabía que a causa de su vientre abultado le sería difícil sentarse en el suelo, pero pensó que tal vez hallaría un taco o una rama suelta donde reposar.
El árbol tenía un tronco alto y liso, las ramas se extendían en forma horizontal y daban una sombra espesa, una brisa suave hacía volar flores amarillas, miró a su alrededor y no halló dónde sentarse, paseó la vista decepcionada y justo detrás del árbol vio la silla, con una sonrisa la colocó bajo la sombra, depositó las gallinas en el suelo y se fue dejando caer con dificultad.
Por el tronco del árbol subían y bajaban cientos de hormigas negras, descendían cargadas de hojas y palitos, a veces al cruzarse perdían el equilibrio y caían al suelo en una lluvia espesa, volvían a alzar su carga y retomaban la marcha hacia el hormiguero. Se descalzó y con el pie borró el caminito. Están comiendo los brotes, pensó, y se revolvió satisfecha, acarició el asiento de la silla (que parecía haberse extendido para recibir su cuerpo deforme), le nacieron brazos, extendió un respaldo alto para que ella apoyara la cabeza cansada. La mujer se enjugó el rostro y aflojó el pañuelo para refrescar el cuello.
Un aire circular la envolvió y partículas de polen se depositaron en su pelo negro, destapó la botella que llevaba y tomó unos tragos, luego ahuecando la mano volcó agua en ella y les dio de beber a las gallinas que estiraron ansiosas el pescuezo.
Ya más descansada miró hacia arriba queriendo localizar el chistido de un ave, chips, chips, pero sólo vio el temblor de las hojas, entre las ramas cantaba un pájaro invisible al que ella, a pesar de ser una gran conocedora de los trinos, no pudo identificar. Era un silbido continuo, lleno de variaciones con un ritmo vivaz y melodioso. In capaz de sustraerse al encanto inclinó la cabeza y aguzó el oído, convencida de que nunca lo había escuchado. De pronto el pájaro calló y se oyó un batir de alas. Sonrió levemente y se puso a recorrer con un dedo las flores del tapizado de la silla. Admiró las formas de las patas que terminaban en una garra y pensó con extrañeza de qué forma habría llegado a ese lugar. Tal vez, dijo, se cayó de algún camión o la olvidaron después de hacer un descanso.
Se puso de pie dispuesta a seguir camino, le faltaba un buen trecho y esperaba llegar junto a su hombre antes de que cayera la noche. Su hijo nacería cerca de navidad y quería tenerlo en su rancho del obraje, se anudó el pañuelo y antes de ponerse los zapatos deformados, rehizo el camino de las hormigas con el dedo gordo del pie, se acomodó las gallinas en la espalda, acarició otra vez el respaldo de la silla y pensó: si pudiera, la llevaría conmigo para darle de mamar en ella a mi hijo.










© Myrta Zweifel

® Birlibirloque

Una mirada, un gesto






Riega las plantas con cuidado y las mira atentamente. En su rostro arrugado sus ojos azules irradian una bondad que todavía no he podido encontrar en ningunos otros.
Se llama Silvio , es mi padre.
Yo lo miro desde un rincón del patio,- quizás lo espío –no lo que hace , sino cómo lo hace.
Vierte agua sobre los rojos tomatitos bañándolos de bondad. Tomatitos que cultiva desde que tengo memoria, dulces y en racimos. A mí esos tomates me habían hecho pasar vergüenza frente a mis amigas, de niña, se veían tan ridículos.
Se mueve con cuidado.
Todo lo hace de un modo paternal y amoroso, aunque tiene crédito de malhumorado. También cierto, pero no todo el tiempo.
Es diseñador de muebles. De los buenos. Ama su profesión, y es el dueño del lápiz y la escala.
Recuerdo haberlo visto transitar tantos kilómetros ida y vuelta a lo largo de su tablero alto, enfrascado en un laberinto de líneas rectas, curvas, números y letras donde, como Minotauro, sólo él conocía el camino.
Mi viejo de ojos celestes y olor a grafito en la camisa.
Esa mirada y esa paciencia de qué zonas de su memoria provendrán ?
Al verlo cortar la radicheta de las macetas no se puede pensar en el Bauhaus. Parece difícil de conciliar. Austriaco típico con la precisión del tiempo, el espacio y la naturaleza.
A veces me hace reír por la exactitud con que pone la mesa. Nada fuera de sitio. A excepción del pelo de su frente, que se le cae en un jopo blanco, desmañado y ralo.
Lo sigo mirando y me digo:
-¿Cuál será su historia? ¿Le dolerá el desarraigo? ¿De dónde proviene su fuerza para seguir siempre con tanto tesón?
El ha estado, también , al borde de sí mismo. Además la presencia ,ahora ausente, de mi madre lo debe sostener en el amor. Y también la oración. Mi viejo reza. Solo. De rodillas.
- ¿Qué hacés, Clotilde? –me pregunta desde el limonero.
- Trato de dibujar-. Miento.
- ¿Dibujar?
- Si, una mirada, un gesto, un rictus –le digo un tanto pretenciosa.
- Para eso no usés reglas, ni compases. Más bien utilizá los grafitos blandos de la intención y mucha goma de borrar. –me recomienda sonriendo, en el preciso momento en que se escucha el timbre de la puerta. Nos miramos , mi viejo abandona la regadera, esquiva a Gastón y sale a ver quién importuna la tarde.



© Carolina Menapace

® Birlibirloque



Hay dias ...







hay días en que no tengo edad
que floto en un espacio sin tiempo
sin vestigios del pasado
- y el cuerpo no pesa
y el andar se hace ligero
y la lluvia no moja -
dejo que el viento renueve mi rostro
mientras el frío y el sol
se acomodan a mi piel
puedo sentir el encanto , la sorpresa,
la inquietud de la primavera
arroparme en las voces amigas
y en el cálido susurro de mi amante

¡todavía tengo algunos de esos días!



© Erica Schwörer
20/07/2010

® Birlibirloque

Alma







Suave , mi alma se pasea acunada por la brisa
de este sol que me acaricia con desgano
Verde tierno, sombra arisca de colgajos asombrados
Viento, susurrando los sonidos arrulladores
de palomos alocados . Se acercan con presteza
a las ramas acogedoras de fresnos y palmeras solitarias
Viento amable . Hoy te asomas sobre el agua casi quieta
como un lago acongojado soportando los lejanos
altibajos de las nubes que te aquietan con su sombra
dibujando un paisaje casi pálido, rosado.
Árbol cuyo tronco retorcido se mece sin quejas
recostando su silueta sobre el suelo que te abraza
Vamos alma!
tu congoja se acrecienta con el silbido silente de este suelo
aquí quedado acompáñame a seguir esta línea hasta el cenit
Vamos alma!
Este barco ha de seguir viajando
Tus sueños de un mañana casi incierto
Pájaros, emitiendo su canto interminable como luz de esperanza
casi un velo cabalgando tal un delfín solitario
van mis sueños como un canto de sirena
Yo te sigo ,
tú Alma me acompañas .-


© María Elsa Bravo
® Birlibiloque


El gran simulador







Claro que sabía que estaba solo, fue por eso que comenzó a hacerle un acompañamiento. Se lo propusieron como un intercambio de gentilezas entre instituciones.
Él, como rotario les conseguía una silla de ruedas infantil para una pequeña paciente oncológica y ella a su vez, le haría un acompañamiento, no como a un paciente Terminal ni oncológico, pero en definitiva estaba sólo y cursaba una discapacidad producto de un infarto cerebral.
Se encontró con un hombre pequeño que arrastraba su pierna derecha, de piel muy blanca, ojos pequeños verdes, que con empeño, dignidad y desde su institución hacia trabajo solidario.
Su casa de la calle Félix de Amador tenía un cartel en el frente que decía Musikhouse, se llamaba Sigmund.
Afecto a la conversación, la lectura, las plantas, el café, los amigos, la música.
Un hombre culto y afable que siempre sintió mucha curiosidad por su trabajo, de modo que ella compartía con él lecturas o comentaba su trabajo de hospital o de la institución que la envió a su casa.
Él tenía dos hijos que estaban muy ocupados con sus vidas, una madre añosa y adinerada que lo trataba como a un niño y aprovechaba este momento suyo de debilidad para intentar hacer su voluntad y dirigir su vida. Una hermana que le recriminaba todo, un montón de amigos que lo sostenían económicamente, una vitrola que quería vender para su sustento, un violín que tenía desde la infancia, que vendió, una tradición judía que se ufanaba en transgredir, una risa fácil, una mente inquieta a pesar del infarto, una novia que huyó con diplomacia pero que lo llamaba cada tanto, cientos de libros y cassettes de música y videos de conciertos.
Tenía también un amigo cura, rengo como él, infartado como él que lo visitaba cada quince días con un cuarto de masas secas, con quien filosofaba.
Él la esperaba todos los jueves a la misma hora, con música y café, y la amistad surgió espontáneamente.
Un día todo cambió, le pidió que lo fuera a ver, estaba angustiado, le pidió que fuera su psicóloga, aunque nunca le gustó la psicología, ni el psicoanálisis, ni las terapias. Quiso pagarle un dinero que no tenía y al final le hacia una critica a su escucha y sus intervenciones.
Habló de su soledad, de su angustia y su insomnio, que se había caído ya tres veces, y que se sentía sucio. Que pensaba mucho en su padre muerto de cáncer hacía ya muchos años.
Ella acordó con su doctora de no medicarlo más porque lo enlentecía y se caía y coincidieron que no podía vivir solo.
Con él arregló para que accediera a una internación hospitalaria para que pudieran hacerle todos los estudios que estaban previstos sin la complicación de múltiples traslados en ambulancias de Pami, y además para solucionar los problemas de higiene que tenía.
También habló por teléfono con uno de los hijos para informarle la situación, éste se enojó mucho, sintiéndose invadido en la intimidad de una problemática familiar que desconocía.
Claro que alguna vez mencionó un quiste, y también que se operó y que ya estaba bien, y que no tenía relación con su situación actual.
Pero ese día que le pidió que fuera a su casa a buscar sus estudios anteriores para llevarlos al hospital, por supuesto leyó los informes.
El estaba en la guardia, sólo tuvo oportunidad de escabullirse entre las urgencias, las enfermeras, el escaso espacio y tiempo para los acompañantes, así que le dejó la llave de su casa, la bolsa con las placas radiográficas y se quedó con sus últimas palabras: “Mi amor!”, que fueron como un agradecimiento a ese pequeño favor.
Sigmund el gran simulador, murió a las horas de esto. Y ella no estuvo ahí!
Porque él así lo quiso.
Quiso disfrazar su realidad y compartir con ella un espacio de música, plantas, ideas y café.
Y ella no supo ver nada más allá de ese disfraz.
El decidió que no era un paciente Terminal, sino un amigo paciente y viviente.
Claro que no sabía por cuanto tiempo, pero acaso ¿hay alguien que lo sepa?
Claro que conocía que un tumor lo devoraba, pero también sentía que aún tenía vida, aún tenía mucho que decir y que pensar, de modo que, ¿porque no hacerlo?
Claro que supo que ya nunca podría tocar su violín, pero aún podía disfrutar de la música en compañía.
Claro que la enfermedad le arrebató un amor, pero aún podía sentir amor, y disfrutó de la amistad de ella y la del cura.
Claro que sus hijos lo apartaron de sus vidas, tal vez necesitaban más tiempo para enmendar, para perdonar, para componer esa relación. Pero él le ofreció todo su tiempo para escucharlos, esperarlos y amarlos.
Claro que las plantas esperaban que él las cuidara, pero eso ya no podía ser.
Claro que él la engaño, pero a cambio le ofreció su amistad, que no es poco.



® Irma Acuña

© Birlibirloque

Soy una mujer que oscila







Oscilo
entre el pasado y el presente


Cuando niña jugaba con muñecas
Besaba la blanca cara de mi madre
Y soñaba con distancias

Cielos azules arden en mí
cuando cinco vocecitas
reclaman mi presencia
tiempo de clavel y rosas blancas


Lejos estoy ( estás lejos)
cierro los ojos
veo la luna plateada
de tu pelo y acaricio
quimeras del pasado

Sos mi vida, escucho
en el largo camino compartido
y oscilo como pájaro
entre las rama del cerezo

Me veo dando el pecho a mis hijos
siento las sonrisas de sus ojos
manos suaves que acaricio
momentos imborrables



Hoy oscilo entre olvido y amor
Y sigo mi camino


© Remedios Pernas
15 / 10 / 10
® Birlibirloque


Hermanas






Mi hermana y yo acostumbrábamos a pasar nuestras vacaciones en casa de los abuelos maternos.


Gelli y yo disfrutamos siempre, hasta que cumplimos los doce años.
Verano.


Nono y Bea, así los llamábamos desde la media lengua de las primeras palabras, habían planeado salir en bicicleta. Como siempre cada uno llevaba una nieta en el asiento de atrás. Quiso no sé qué misterio que la bicicleta de Bea no quisiera andar. Las ruedas giraban, los pedales también, pero no iba a ningún sitio. Mi hermana me miró con cara extraña. No dijo nada, pero entendí qué decía, Si no voy yo, no vas.


Sonreí. Me aferré a la cintura del abuelo, que indeciso aún no hacía andar su bicicleta. Apareció Andrés, mayor que nosotras, con su bici nueva. La abuela, para consentir a Gelli le pidió que la llevara. Salimos los cuatro. Mariana me miraba desde la altura que le daba el estar con el chico que nos gustaba. A mí me pareció que el suelo me atrapaba, tan abajo me sentía. Mi hermana se soltó el pelo. Me sentí mal con mis trenzas. Cuando intenté soltarme del abuelo para hacer lo mismo que ella tuve que escuchar lo de siempre.
Regresamos a la tardecita, por la calle de tierra, la que tiene un techo de árboles siempre verde. Mis lágrimas se escondían en la camisa del abuelo.


Me casé con Andrés ocho años después.
Desde ese día mi hermana no me habla.



© Cecilia Ortiz

® Birlibirloque