Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Saludo birlibirloquero



Faltan pocos días para finalizar el año,
hemos transcurrido por muchas situaciones
algunas, felices,
otras, no tanto.
De todas hemos aprendido
a disfrutar cada instante
a abrazarnos siempre con alegría
a reír con ganas de hacer reír
a cantar o hacer que cantamos
a ser Birlibirloqueras. Siempre.
Y estamos pendientes de nuestro hijo/libro
Ser madres del mismo niño
es complejo, bien complejo.
¡¡Lo logramos!!

AUN NO ESTÁ TODO DICHO



¡¡¡Feliz 2012 para todos!!!




Birlibirloque

A veces









“Porque a veces me llamo y no estoy”
A.J.Castelpoggi




Dónde estoy me pregunto a veces,
sumergida en mi pequeño mundo
escondida tal vez
en el grano de arena que arrastra el viento
y cae, cae … ¿dónde?

hoy
se posa en lento vaivén sobre la calle donde nací
queda algo mío en ella?
tal vez
una leve estela de la inocencia de niña
o el derrotero invisible
de mis pasos
o los acelerados latidos de los primeros
amores.
Habla de tiempos pasados
donde el tiempo no existía
trae voces,
imágenes
de seres que ya no están
brotan recuerdos sobre la vereda
y
en los filos de las esquinas.
Allí puedo llamarme,
me encuentro
en los rincones de mi ciudad
esta amada Buenos Aires
que despierta con su aliento húmedo
brilla en su inmensidad debajo de un sol espléndido
mirando con ojos asombrados el gran río.
y que siempre
llevo a todas partes porque es toda mía.



© Erica Schwörer
® Birlibirloque

El gato montés










Al cruzar el patio, volví a ver la jaula con el gato montés. Un cazador se lo había traído de regalo a mi padre, en la creencia de que podía ser domesticado.
Se paseaba furioso por el reducido espacio que apenas le permitía moverse. Sus miradas parecían descargas eléctricas y sus maullidos helaban la sangre.
Sentí un enojo muy grande hacia mi padre por el hecho de haber aceptado ese pobre animal. Durante la cena lo observaba con mirada torva imaginando su triste final, sin comprender cómo se podía ser tan cruel con un animal tan bello.
Al día siguiente como si una garra moteada de amarillo me atrajese hacia la jaula, me dirigí hacia el fondo y advertí que la puerta estaba amarrada con una tira de tiento. El gato gruñía furioso, me alejé impotente con el corazón oprimido.
Por la noche luego de comprobar que todos dormían, abandoné de puntillas el dormitorio. Recorrí con sigilo la galería, abrí lentamente la puerta de la cocina, esquivé la mesa y una silla, estiré el brazo buscando a tientas sobre el techo del aparador y con la punta de los dedos alcancé el mango del cuchillo que guardaban fuera de nuestro alcance. Lo saqué de la vaina y la hoja brilló a la luz de la luna. Crucé descalza el patio y me agaché junto a la jaula, el gato comenzó a gruñir, esquivando zarpazos logré tras varios intentos contar la lonja que aseguraba la puerta, no me atreví a correr el pasador temiendo sus filosas garras, entré a la quinta y traté de abrir con la punta del escardillo. el gato siseaba, yo trataba de calmarlo chistándole, sus maullidos me erizaban la piel. Al fin ensarté una de las puntas del pasador y comencé a tirar. La puerta fue cediendo poco a poco, apenas bastaron unos centímetros para que el felino estirando el cuerpo saliese de la jaula. Lo vi, en la claridad de la noche, quedarse un instante indeciso, batió enérgicamente la cola y con un salto prodigioso se perdió tras las achiras.
Salí de la quinta, tiré el tiento a través del tapial y guardé el cuchillo en su lugar, entré al dormitorio, me sacudí la tierra de los pies y una vez acostada suspiré feliz.
Al otro día al despertarme oí un alboroto en el fondo, la indignación era general, nadie se podía explicar cómo había escapado, el gato en su huída se metió en el gallinero y degolló a más de una gallina y también al gallo catalán que mi padre había comprado la semana anterior.
Sin decir una palabra fui hasta el columpio y me puse a mordisquear un durazno verde mientras giraba y giraba arrollando y desenrollando la cadena de la hamaca.
Mi madre cruzó en silencio frente a mí y al mirarme sus ojos sonreían.



© Myrta Zweifel
® Birlibirloque


Miradas









Yo, un simple bote
de alquiler tuve la desgracia de ser el corazón de esta muerte.
Fue un día como cualquiera de esos de la semana.
El hombre, de mediana edad con pelo canoso y mirada triste entra en la guardería de San Fernando. No entiendo porqué me elije a mí, un bote de madera envejecido y pasado de moda.
Recuerdo su pantalón gris claro y su camiseta de marino.
Esa mañana un sol intenso ilumina un puro cielo celeste donde algunas nubes navegan a la deriva.
Comenzamos el viaje hacia el río adentro. Pasamos por canales umbrosos que espejaban la fronda siempre misteriosa de las islas.
En el río casi no hay embarcaciones. La lancha de pasajeros ya ha pasado y la de Prefectura está lejos. Avanzamos suavemente por el agua, que acaricia la madera despintada de mis costados, hasta que la costa comienza a verse silvestre, deshabitada. Remaba muy bien el hombre, debía tener experiencia. Luego detiene la marcha y levanta mis remos. Enciende un cigarrillo con mano calma y después de varias bocanadas, zas, se tira por la borda.
Se hundió velozmente. Yo me quedé sólo y desconcertado.
En tantos años de bogar por el río nunca me había sucedido algo así. Yo había escuchado algunas historias de boca de otros botes, pero casi siempre habían sido accidentes. Pero no esto.
Me quedé solo y a la deriva. A merced del movimiento del agua.
Después de muchas horas llegó la Prefectura y me arrastraron con ellos. Y me ataron a su muelle. Y aquí estoy, sin poder contarle a nadie lo ocurrido.
Sí, estoy muerto.
Y en esa región sin nombre.
Pero quiero aclarar porqué me suicidé, me quité la vida o puse fin a mis días. Como les parezca mejor.
Era lo único que se podía hacer. Estaba acabado.
Muchos dirán que estuve loco, pero sé bien que esa era mi única salida. Me encontraba desesperadamente solo. Olga se había ido con ese tipo que desde un comienzo no me cayó bien. Y para completarla, sin trabajo. Y sin plata.
Así que comencé a pensar en cómo lo llevaría a cabo.
Y el día llegó, lo sentí en mi piel.
Alquilé un bote viejo, así no lo echarían de menos muy rápido o no se darían cuenta de que faltaba.
Remé un largo rato por el río. Era una hermosa mañana. Quizá no era un buen día para morir. Remar fue mi último y feliz momento.
Cuando llegué a esa zona desolada, donde el delta se vuelve salvaje, me detuve y metí los remos adentro.
El bote me acunaba mansamente. Me fumé un pucho, y cuando me dije ¡ahora! Salté hacia el agua. Y me ahogué, a pesar del esfuerzo que hice para salir a flote. Lo había previsto, allí la corriente es muy fuerte, difícil y me arrastró.
Listo.
Ya está hecho.
Me queda una duda ¿alguien recogerá el bote?
Esa mañana
Gastón se levantó con la certeza de que ese era el día indicado para su suicidio. Le gustaban los días de sol. Y ese era especialmente soleado.
Durante muchos días había pensado y calculado todos los detalles para llevar a cabo esta tarea. Había analizado, según él, todas las posibilidades y había llegado a la conclusión de que esa era su única salida, y lo haría en el río.
El episodio que desencadenaba tal empresa fue que, después de muchos años de un matrimonio que él suponía feliz, una mañana Olga, su mujer se fue, con un gerente nuevo de la empresa donde trabajaba, diciéndole que todo había terminado. Que el amor se había acabado. Rauda, había cerrado la puerta con cierta violencia.
Y Gastón se quedó mirando esa puerta durante días.
Cuando pudo volver en sí, una profunda tristeza lo había invadido. Con abatimiento trató de llenar sus días trabajando hasta caer rendido. Duró poco. La depresión comenzaba a invadirlo y la bebida lo acompañaba. Primero unas copas al volver, luego otras para animarse a salir. Y se fue transformando en un bebedor consumado.
Lo echaron de su trabajo. Y la depresión aumentó. Ahora no se afeitaba, casi no salía y cada vez estaba más flaco.
Y quiso terminar de una vez con todo.
Como dije, esa mañana se levantó temprano. Se afeitó cuidadosamente, se puso el pantalón gris que le había regalado Olga en su último cumpleaños, su remera de marino y se encaminó sin dudarlo hacia San Fernando. Alquilaría un bote en la guardería de Don Esteban, y se adentraría en el río. Lo demás llegaría solo, pensaba.
Fue más fácil de lo sospechado.
Encontró un viejo bote que le serviría a la perfección y lo alquiló. Se dirigiría hacia el norte, hacia la zona donde el río se vuelve ancho y desolado.
Pasó la lancha de pasajeros. La de Prefectura estaba muy lejos.
Remaba con amor y el bote se deslizaba a la perfección. Como viejos conocidos. Viéndolo de lejos nada hacía preveer los negros pensamientos de su corazón. Cuando llegaron adonde le pareció el lugar indicado, dejó de remar. Tenía la mirada perdida, lejana y sobre todo muy triste.
Pero también determinada.
Lentamente metió los remos en el bote. Se fumó un cigarrillo y luego, acompañado por su oscuro propósito, saltó al agua y se hundió para siempre. El bote quedó a la deriva.
Horas después Prefectura descubrió la embarcación vacía y se la llevaron a sus muelles.
Una lancha había comenzado el rastrillaje.
Apareció en la guardería
un día cualquiera a alquilar un bote.
Era un hombre de mediana edad, bien afeitado. Llevaba un pantalón gris y una remera de marino. La mirada era determinada pero tenía un fondo de tristeza.
Caminaba seguro de sí mismo.
Cuando comenzó su viaje, la mañana estaba en un apogeo de luz y de sol.
Se alejó con el bote rumbo al norte.
A medida que avanzaba, el río se iba ensanchando y la costa variaba. Iba dando paso a lo deshabitado, a la casi selva. Siguió así un tiempo.
Luego se detuvo.
Metió los remos adentro del bote y pensativo fumó un cigarrillo.
Inesperadamente, se tiró al agua y se hundió.
Y allí quedó el bote, vacío, flotando como si nada hubiese sucedido.
Hasta las aguas se aquietaron.
Tiempo después pasó la prefectura y se llevaron el bote.
Pero volvieron y comenzaron a rastrillar el río desde allí, provocando una alteración inusual.




© Carolina Menapace
noviembre 2011
® Birlibirloque





La polilla












Una polilla se posó en mi lápiz,
algo me quiere decir,
palpo su corazón.
El lápiz se deja llevar por su aleteo constante.
Intenta dibujar sobre el terso papel
unas letras muy prolijas,
como no sabe hablar,
deja que el lápiz explique

lo que ella no sabe decir.


Es un poema de amor.

Los amantes se escondían

(era imposible su amor)
ella una pobre campesina,

él un príncipe real.
Fue histórico, ¿por qué ocultarlo?

En la Tierra De Miranda, un lugar encantador
bañado por claros ríos, con flores en los caminos.
Fue allá por el novecientos
-la primavera latía en sus jóvenes corazones-
La tierra sofocada por un sol resplandeciente.
Pasó el príncipe de Gales por el lar de aquella moza
de inmediato fue cautivo de su cálida mirada
dulzura en todos sus gestos, el andar acompasado
(la figura contorneada)
El amor era sincero, pero pronto fue prohibido.

Los días fueron pasando, se veían a escondidas
los trigales, testigos de su pasión.
Ella tendría marido en pocas semanas más.
A él lo esperaba una dama, elegida por sus padres
para contraer enlace, contra su voluntad.

(Esta historia de amor,

vivió lo que dura un sueño
pero quedó un recuerdo
un niño

igualito a su padre)

Fue así,
la polilla,
me contó
la historia de aquel amor
en la Tierra de Miranda.


© Remedios Pernas
® Birlibirloque


La hora improbable













La duermevela
le congela
un grito
en la garganta.

Es la hora
improbable.
Voces extrañas
murmuran
intentando develar el secreto.

Y la ansiosa espera,
en la oscuridad
incierta,
desnuda la bruma
que estaba allí,
como alusión,
aguardando
el brote del ciruelo.






© Lidia A. González
® Birlibirloque

Fuego













Es imposible recordar todo.

Fuego
es lo que necesito para calentarme,
en esta tarde nostalgiosa.
No se ve
ni el suspiro,
tal es el estado del tiempo.
En este invierno que se asoma
oscuro,
triste sin adornos,
ni los pájaros se animan a volar.
Me animé
por la mañana a visitar el río.
Mi asombro
fue que los pájaros silenciosos acometían,
cada uno a picotear
quien sabe qué
alimentos.





© María Elsa Bravo
® Birlibirloque

Cruzar la puerta









Me propones cruzar la puerta, no siento tu mano tibia en la mía.

Hace tiempo que ya no estás. Y sin embargo insistes, cruza la puerta, dices.

Y lo vuelves a decir.
Oigo tu voz una y otra vez.
Te veo sentado frente a la ventana, aunque no estés, parece que estuvieras.
Aún el perfume del tabaco acompaña tu sillón.
La puerta cerrada es una frontera, tablas y bronces lucen su porfiado destino.

El mío frente a ella, y frente a ti. Que no estás, pero insistes en seguir entre las paredes grises.
Tengo la llave. Lo sabes. Me conoces.
Después de ti, cariño, susurras cerca. Y me rebelo y exploto y le doy un golpe a la puerta.

Golpea detrás de mí empujando el aire que me empuja. Y soy libre.
Detrás de esta puerta, estás, con la mirada fija, como cuando tomaste el café que te serví.
El último.



© Cecilia Ortiz
® Birlibirloque