Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

jueves, 6 de enero de 2011

La silla voladora





La mujer avanzaba a paso lento cargando una yunta de gallinas amarradas a la espalda. El peso del vientre le impedía ir más ligero y ese andar corto y medido le convenía por la distancia que debía recorrer. Si apuraba el paso el corazón le latía de prisa y la respiración se le volvía agitada.
A esa hora en que el sol caía en forma vertical y no corría la más leve brisa era necesario mantener el ritmo, cuando encuentre una sombra, se dijo, descansaré.
Las gallinas con el pico abierto ya no emitían ningún sonido y le pesaban en la espalda. El camino era de tierra y a su paso se levantaban pequeñas nubes de polvo, lo bordeaban espartillares secos, de tanto en tanto se alzaba un espinillo herido por los rayos de sol que lo atravesaban. Su mirada ansiosa escrutaba el horizonte y de pronto divisó a lo lejos la sombra que buscaba, a medida que se acercaba la veía crecer ante sus ojos, sabía que a causa de su vientre abultado le sería difícil sentarse en el suelo, pero pensó que tal vez hallaría un taco o una rama suelta donde reposar.
El árbol tenía un tronco alto y liso, las ramas se extendían en forma horizontal y daban una sombra espesa, una brisa suave hacía volar flores amarillas, miró a su alrededor y no halló dónde sentarse, paseó la vista decepcionada y justo detrás del árbol vio la silla, con una sonrisa la colocó bajo la sombra, depositó las gallinas en el suelo y se fue dejando caer con dificultad.
Por el tronco del árbol subían y bajaban cientos de hormigas negras, descendían cargadas de hojas y palitos, a veces al cruzarse perdían el equilibrio y caían al suelo en una lluvia espesa, volvían a alzar su carga y retomaban la marcha hacia el hormiguero. Se descalzó y con el pie borró el caminito. Están comiendo los brotes, pensó, y se revolvió satisfecha, acarició el asiento de la silla (que parecía haberse extendido para recibir su cuerpo deforme), le nacieron brazos, extendió un respaldo alto para que ella apoyara la cabeza cansada. La mujer se enjugó el rostro y aflojó el pañuelo para refrescar el cuello.
Un aire circular la envolvió y partículas de polen se depositaron en su pelo negro, destapó la botella que llevaba y tomó unos tragos, luego ahuecando la mano volcó agua en ella y les dio de beber a las gallinas que estiraron ansiosas el pescuezo.
Ya más descansada miró hacia arriba queriendo localizar el chistido de un ave, chips, chips, pero sólo vio el temblor de las hojas, entre las ramas cantaba un pájaro invisible al que ella, a pesar de ser una gran conocedora de los trinos, no pudo identificar. Era un silbido continuo, lleno de variaciones con un ritmo vivaz y melodioso. In capaz de sustraerse al encanto inclinó la cabeza y aguzó el oído, convencida de que nunca lo había escuchado. De pronto el pájaro calló y se oyó un batir de alas. Sonrió levemente y se puso a recorrer con un dedo las flores del tapizado de la silla. Admiró las formas de las patas que terminaban en una garra y pensó con extrañeza de qué forma habría llegado a ese lugar. Tal vez, dijo, se cayó de algún camión o la olvidaron después de hacer un descanso.
Se puso de pie dispuesta a seguir camino, le faltaba un buen trecho y esperaba llegar junto a su hombre antes de que cayera la noche. Su hijo nacería cerca de navidad y quería tenerlo en su rancho del obraje, se anudó el pañuelo y antes de ponerse los zapatos deformados, rehizo el camino de las hormigas con el dedo gordo del pie, se acomodó las gallinas en la espalda, acarició otra vez el respaldo de la silla y pensó: si pudiera, la llevaría conmigo para darle de mamar en ella a mi hijo.










© Myrta Zweifel

® Birlibirloque

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