Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

viernes, 19 de septiembre de 2008

La victima propiciatoria









Durante la primera semana del mes, don Pérez salía a cobrar los alquileres de los negocios que poseía. Inútil era que sus inquilinos le suplicaran que volviese más adelante, él insistía con tozudez y si no conseguía su propósito, se paraba en la puerta del negocio y no se movía hasta que le pagaran.
Recorría a pie todo el pueblo haciendo las cobranzas.
- ¿Un vasito de vino?, don Pérez- le decían irónicamente cuando entraba al bar.
-Sólo un vaso de agua- replicaba sombrío.
Al llegar a su casa ponía a recalentar la olla de lentejas que le duraba varios días, le tiraba en el plato un cucharón al perro y le decía: Aquí tiene, suficiente por lo que hace.
Envolvía en papel de diario el dinero recaudado y se marchaba a depositarlo en el Banco Nación.

Vivía solo, los hijos se habían ido uno por uno al morir la madre, a él parecía no importarle mucho.
Con el dinero ahorrado se había comprado una casa en el pueblo y se retiró del campo dedicándose a comprar propiedades que se remataban y que luego ponía en alquiler.

Contrató a un matrimonio de medieros a los que explotaba miserablemente sacándoles más de la mitad de lo que cosechaba y de los chasinados que elaboraban, sin importarles que las sequías les dejaran apenas lo suficiente para subsistir.
Don Pérez se pasaba el día mirando el cielo y ante cualquier amago de tormenta se subía a la chatita y se dirigía a la chacra con intenciones de incendiar los pastizales resecos para que después de la lluvia el pasto brotase mejor.
-¡No haga eso don Roque!- le decía el peón- Cada vez que usted quema los yuyos la tierra se empobrece aún más.
-Pero hombre ¿qué sabe usted?- observaba el cielo con la caja de fósforos en la mano.

Aquella tarde parecía que la amenaza de lluvia se haría realidad, hacia un año que no llovía, sordos truenos hacían temblar la tierra, nubes cargadas de agua cruzaban el cielo, relámpagos celestes seguidos por el chasquido del rayo iluminaban todo, ordenó ensillar el tordillo y a pesar de las suplicas del peón que le decía ” Espere que llegue el Agustín que es más joven” montó y se alejó hacia el sector más alejado del campo. Dejó por precaución el caballo sin atar, con las riendas sueltas bajo un árbol y comenzó a hacer un frente de fuego, los pastizales resecos ardían al instante y él marchaba agachado con la caja de fósforos en mano. La quemazón avanzaba por un costado del campo como él quería, entusiasmado no advirtió que el viento estaba cambiando y ahora soplaba con furia para el lado del potrero, de repente lo vio levantarse y avanzar como una ola gigante, afligido rogaba que se extinguiese antes de llegar a los alambrados y no le quemase los postes y las varillas.
Un remolino de llamas subió al cielo y el viento comenzó a soplar del este trayendo las llamas hambrientas hacia donde estaba él. Echó a correr en la misma dirección en que lo pondría a salvo.
El caballo había huido despavorido y las riendas flameaban a su costado haciéndolo tropezar. Le faltaban como doscientos metros, corría tropezando y levantándose sin pensamiento alguno, más que las ansias desesperadas de llegar al camino. Las llamas lo perseguían bramando, queriendo darle alcance. El incendio se había vuelto incontrolable y daba miedo verlo devorar el pasto reseco, lenguas de fuego impulsadas por el viento rugían, giraban de un lado a otro y se extendían entre remolinos de humo calcinando todo lo que hallaban a su paso, el chilcal, los aromos, el espinillo. Las cañitas de los yuyos explotaban y volaban como flechas, saltando zanjas propagando a derecha e izquierda las llamas que se elevaban, jadeaban, parecían tomas aliento, daban voces dejando a su paso arbustos calcinados y palmeras que ardían como teas.
Los puesteros corrían espantados pero el fuego había ganado el borde del potrero y cruzó como una tromba para detenerse y morir al pie de los chiqueros, justo en el linde del patio. Llegaron junto al infeliz que no había alcanzado a cruzar el alambrado. Lo hallaron con un pie en el segundo hilo, listo para saltar, las manos crispadas sobre la última hilera, sin barba ni pelo, las alpargatas humeando y la ropa ardiendo todavía, la boca abierta en un postrero grito de terror.
Se hizo un silencio absoluto y cuando aún flotaba en el aire el olor a pasto quemado, el día se hizo noche y truenos amenazantes hicieron temblar la tierra, refucilos rojizos zigzagueaban en el horizonte y rayos que parecían desgajar el cielo llenaban el ambiente con un olor a pólvora quemada.
Grandes gotas comenzaron a caer sobre el campo levantando columnas de humo, lerdas y pesadas hasta que se convirtieron en una densa cortina de agua.


© Myrta Zweifel

® Birlibirloque

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