Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

domingo, 14 de junio de 2009

S. Menéndez







Menéndez introdujo la mano en el bolsillo del saco en un gesto automático. Palpó en su interior un papel e instintivamente lo sacó para ver de qué se trataba. Lo abrió con indolencia mientras avanzaba a paso vivo por la vereda. Desaceleró el paso para leerlo.”Distinguido Señor: Usted no me conoce pero necesito que me ayude. Tengo miedo!Le ruego que me salve. Mientras, me ocultaré en el restaurante abandonado El Viejo Molino del balneario de Anchorena, estoy segura que Usted lo conoce. Le ruego que no avise a la policía. Ayúdeme por favor! No me abandone.”
Se paró en seco y volvió a releer la misiva sin comprender bien de que se trataba ni de cómo había ido a parar a su bolsillo ni el porqué lo habían elegido a él. Era una broma. Pero de ¿quien? En la oficina, seguro que allí se lo pusieron para gastarle una de las acostumbradas bromas. González siempre el mismo gracioso que lo tenía de punto. Pero recordó que no llevaba ese saco al trabajo desde hacía mucho tiempo, así que no podía ser. Entonces tal vez en el club… si tal vez allí que no saben cómo entretenerse. No, pero tampoco podía ser porque no fue con ese saco. Inquieto y nervioso volvió a leer la carta. Una sensación extraña lo embargó. Si no era una broma cómo la habían introducido en su bolsillo. Rehizo mentalmente el itinerario. En el único lugar posible era en el tren. Pero había tanta gente! Viajó parado todo el trayecto sin notar nada raro, sin mirar a nadie, como siempre. Menéndez era la viva representación de la timidez. De pocas palabras, introvertido, de sonrisa breve, de fácil sonrojo, soltero. Parecía que le temía a las mujeres, había cuidado a una madre de mal carácter hasta el día de su muerte, hijo único. Ahora tenía 42 años, un físico normal; resaltaban en su rostro unos enormes ojos negros. Era una persona buena y sensible. Se tendría que haber dado cuenta si alguien la deslizó en su bolsillo. Pero no recordaba nada. La miró otra vez ya totalmente inmóvil en la acera. “Distinguido Señor”, nadie lo había llamado así, le gustó, con más ánimo de investigación y tomando el mensaje más seriamente analizó el papel, una simple hoja de cuaderno; la letra, rasgos redondeado escritos con apuro pero legibles, sin faltas de ortografía. La volvió a guardar. Avanzó nuevamente. Su mente pasaba de la incertidumbre “esto es absurdo! No tiene visos de realidad! A la certidumbre. Y si es cierto? Pero cómo me voy a involucrar en esto! El no estaba para solucionar el problema de nadie. A duras penas podía avanzar por la vida con los propios, con la falta de decisión, con sus dudas y angustias diarias. ¡Ayúdeme por favor! La frase bailó nuevamente frente a sus ojos. Nadie le había pedido algo de esa manera, hasta le parecía escuchar la voz implorando, rogándole.

-¡Buen día!- Saludó en general recibiendo algunos saludos desde los escritorios.
-¡Che, que cara Menéndez! Que fiestita anoche! La mataste no?
-¿Qué tal González?- Contestó con una media sonrisa - No me siento bien, creo que voy a irme después de comer, le pido permiso a Ricutti y me voy al médico.

Se sorprendió cuando se escuchó. Lo dijo así sin pensarlo demasiado. Necesitaba tomar una determinación y la oficina no era el lugar más adecuado. La mañana se le hizo eterna. Todo lo que comenzó lo tuvo que rehacer. Su mente estaba dentro de la carta, la preocupación lo paralizaba. Si el tenía una vida ordenada, metódica, porque tenía que implicarse en algo desconocido, tal vez peligroso. Justamente por eso, era la oportunidad de salir de esa terrible rutina que le estaba llevando la vida.
Salió después del permiso concedido. Se dirigió a su casa. Había tomado la decisión iría a ver cuánto de cierto tenía esa historia. El equipo de deportes sería el más adecuado, un escozor, una agitación interior, sensaciones nuevas lo envolvía. Conocía el lugar mencionado en la carta. Tomó el tren de la costa. Bajó en la estación que correspondía al balneario Anchorena. El sol brillaba aún en lo alto. La temperatura agradable de la tarde lo acompaño durante el breve trayecto que lo separaba del sitio. Lo visualizó de inmediato. Paredes semidestruidas rodeaban la estructura en forma de molino que antaño había sido una confitería. Ruinas entre árboles. Se ubicó a una distancia prudencial para ver si algún movimiento extraño le llamaba la atención. Pasó una pareja corriendo, más adelante un hombre paseaba un perro. Nada que indicara algo anormal. Se acercó con cautela cada vez más cerca del lugar. Tomó coraje, de algún rincón escondido sacó el valor para superar el miedo. Escombros y basura llenaban el desolado espacio. Lo rodeó ansiosamente para buscar algún indicio de movimiento humano. Nada. Se animó a alzar la voz den un ¡hola! Casi imperceptible. Esperó. Ningún sonido respondió a su llamado. Tal vez esté escondida y tiene miedo, pero sabe que estoy, que vine.
Con paso lento se dirigió hacia la playa. Un tronco caído le sirvió de asiento. Perdió la mirada en el horizonte de río y cielo. Una inusitada serenidad lo envolvió. Había cumplido, había superado sus temores, había acudido al llamado, había hecho honor por primera vez a su nombre “Salvador”, que más podía hacer?
A lo lejos una mujer caminaba descalza por la orilla del río, sin apuro, parecía disfrutar el momento. Al pasar frente a él le sonrió… Salvador esbozó una sonrisa por respuesta. Ella caminó lentamente hacia él.




© Erica Schworer
® Birlibirloque

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