Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

domingo, 14 de junio de 2009

Los músicos







Aquel era un pueblo pequeño, como tantos, de casas sencillas, rodeadas de árboles frutales y ligustros en las cercas para resguardo de ojos ajenos.
Camino a la escuela yo atravesaba numerosas calles, de cada casa salían niños de todas las edades que se agregaban al grupo conversando o riendo por cualquier motivo.
Los varones se reunían por un lado, comentando el fútbol o hablando sandeces, y las niñas de exagerados celos o envidia que mutaban protagonistas de un día a otro.
Cada tanto una vaca suelta, apedreada por los chicos, corría enloquecida, sin rumbo, infundiendo terror a su paso.
Todos o casi todos éramos hijos de obreros textiles o de ceramistas, sumando los hijos del almacenero, el panadero, la modista, peluquera etc.
Gentes rústicas que mandaban a sus hijos a la escuela sólo por instinto de supervivencia.
Así fue pasando mi infancia, en calles de tierra, peleando con otros niños a golpes, en un medio hostil y mediocre.
A unas cuadras de mi casa vivía una familia con una niña más o menos de mi edad. Ella tomó el hábito de esperarme en la puerta de su casa e ir juntas a la escuela.
Se llamaba Amalia, era bonita, pecosa y de ojos claros, casi transparentes. Irradiaba melancolía o tristeza, no imaginaba que penas la agobiaban.
Al llegar a su puerta, se oía música, lo que me complacía tanto. Se lo dije, y sonriendo me invitó a su casa esa tarde.
Me sentí muy intrigada. Conocía a su papá, pero era muy serio y no hablaba con ningún vecino.
Previo permiso materno, encaminé mis pasos a lo de Amalia.
Luego de atravesar el jardín, ella abrió la puerta de la casa y me hizo pasar a una sala embaldosada como un tablero de damas.
Había muebles que entonces me parecieron enormes, y un baúl con un acordeón lustroso acaparó mi atención.
En la sala destacaba una fotografía con dos mujeres y un hombre, portando cada uno de ellos un instrumento musical.
La vieja foto me atrajo como un imán. Amalia dijo que me contaría la historia de su familia, si yo le prometía no repetirla.
Le aseguré que nunca lo haría.
Ella señalo con su pequeña mano la foto para describírmela.
El hombre que tenía un violín en las manos, era su abuelo, la mujer que pulsaba la guitarra, la hermana de éste. Y la hermosa joven con el acordeón en la falda, su abuela.
Me contó Amalia que la mamá había muerto cuando ella era muy pequeña. Su papá había hecho de padre y madre, y lo seguía haciendo todavía.
Y en cuanto a la familia retratada, formaban una pequeña orquesta, tocaban de pueblo en pueblo. Así se habían ganado la vida, hasta que el papá de la niña creció y comenzó a trabajar en una fábrica, ya que la música le era ajena por completo.
Compraron la casita dónde vivían. Al tiempo, la tía que era muy mayor murió, luego la siguió el abuelo.
Un día la abuela se puso su mejor ropa, su sombrero, tomó la cartera, y se fue caminando a la estación del tren, Ahí fue donde la vieron por última vez. Nunca regresó.
Los ojos claros de Amalia se empañaron y con su vocecita susurró que ella y su papá tenían la esperanza que regresara algún día.
Su acordeón la estaba esperando.




® Lidia A. González

® Birlibirloque

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