Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

jueves, 29 de octubre de 2009

Una manzana en ocho gajos- gajo dos

La casa blanca de aquella manzana verde










Era un barrio de manzanas verdes, todas iguales. Lo único que lo destacaba era la arboleda con árboles encopetados tan altos que tocaban el cielo. Frondosos y magníficos.
Pero, también era un barrio muy viejo y tremendamente aburrido. No sucedía nada que pudiera contarse, a no ser que nos concentráramos en los gestos mínimos y cotidianos, en la vida doméstica, en la religión dominical o en algún chisme novedoso. Se podría preguntar ¿a la sombra de tan bellos árboles nunca ocurrió algo digno de unas líneas apuradas? Nadie contesta. Todos prosiguen una rutina casi pueblera. Se siente en el aire...
Me bajé del auto al pasar la panadería y, después de saludar a Doña Carmen, enfilé hacia la casa de mi padre. Aunque él ya no está, la casa sigue en pie esperando su destino final, la demolición.
La casa había sido el orgullo y la distinción de la manzana o más bien de la cuadra. Un friso artesonado coronaba los cinco metros de altura de un frente color blanco oro, con molduras. La verja del balcón dibujaba en hierro una filigrana de hojas y tallos rematados en bronce evocando otras enredaderas más floridas o más verdes.
Y me veo trepándola en las siestas del verano, apurado en escaparme a jugar el partido de fútbol en el campito de Don Julián con mis amigos.
Veo a Madre, detrás del visillo, amenazándome con su mano pero sin disimular su complicidad.
Veo a Padre salir por la puerta con arco y vitral, puerta por la que se espiaban un zaguán de baldosas de granito a rombos y una paredes de mármoles blanco y rosado. Y tanta limpieza en las molduras y mucho plumero en las paredes. Y blancas cortinas de encaje almidonado o de muselina, según donde se mirara. Y olor a cera nueva y a citronella.
Por cierto, la casa tenía la belleza sencilla de fin del siglo diecinueve, época en la que se había construido. Nosotros fuimos a vivir ahí cuando Padre decidió abrir su estudio en la Capital. Recuerdo que una vez, siendo yo un muchachito, se acercó un anciano delgadito y elegantón y me preguntó si yo vivía allí, señalando hacia el frente de la casa con su bastón de caña de Malaca. Ante mi afirmación sonrió y me dijo con ojos noveleros: -¡Si habré bailado en el salón con Felicitas Peña!... y se perdió en ensoñaciones profundas y personales, olvidándome en la vereda.

Aquí estoy, esperando al de la inmobiliaria para entregarla al sacrifico final.
Y mientras la recorro escucho las voces tan conocidas y tan silenciosas ahora. Y me asalta el ladrido de Tristón, la música saliendo del piano. Veo la sonrisa de Madre, el ceño de Padre. Si hasta puedo oler el dulce de naranjas burbujeando a fuego lento en la cocina de Josefa y me toman por sorpresa mis propios juegos en el patio, cerca del jazmín.
La piqueta demolerá la casa y algo de nuestras vidas se arrastrará en los escombros.

Quizás sea este el suceso más importante que ocurra en el barrio, recordado aún después de haber cerrado la puerta de calle.



© Carolina Menapace

® Birlibirloque

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