Por el placer de estar juntas hacemos juegos con palabras. Nos reunimos una vez por semana y entre café y cosas ricas, creamos letras en libertad.

domingo, 14 de junio de 2009

El centauro








Me acosté siendo un hombre y amanecí caballo. Un caballo zaino.
Apoyé en el piso de tierra los cascos de mis manos flacas y con un impulso me incorporé. Sacudí mis crines y mi larga cola, fue una reacción nerviosa.
Sentí que un deseo largamente anhelado se había hecho realidad.
Eché una mirada al hombre que yacía sobre unos fardos de alfalfa. Me voy a dar unos pasos, le dije. Me respondió moviendo apenas una pierna y siguió durmiendo.
Salí al trote del galpón, tomé el caminito que lleva a la tranquera del potrero.
La mañana estaba fresca, el rocío aún no se había levantado, me recompuse la garganta de gusto y aspiré el olor húmedo, feliz ante la experiencia de ser caballo. A paso lento me dirigí hacia un moro que mordisqueaba la hierba. Sin decir nada me acerqué a él y lo miré. Lanzó un relincho amistoso y siguió pastando.
Después me di el gusto de galopar por el campo. Tomé agua de un charco abriendo las patas para poder alcanzarla. Toda la mañana gocé de la libertad y el sol; un pájaro se posó en el lomo y me picoteó suavemente. Fue una sensación placentera. Por primera vez un ave se asentaba en mi hombro. Lo dejé estar sin moverme para que no se volara.
Al mediodía el hombre vino hacia mí, traía una soga en la mano. ¡Vamos zaino! Me dijo.
Lo miré extrañado sin saber a qué se refería. Ante mi asombro pasó el bozal sobre mis orejas, hizo una media vuelta en mi hocico, de un salto se enhorquetó en mi lomo y volvimos a ser uno solo.


© Myrta Zweifel
® Birlibirloque

Los músicos







Aquel era un pueblo pequeño, como tantos, de casas sencillas, rodeadas de árboles frutales y ligustros en las cercas para resguardo de ojos ajenos.
Camino a la escuela yo atravesaba numerosas calles, de cada casa salían niños de todas las edades que se agregaban al grupo conversando o riendo por cualquier motivo.
Los varones se reunían por un lado, comentando el fútbol o hablando sandeces, y las niñas de exagerados celos o envidia que mutaban protagonistas de un día a otro.
Cada tanto una vaca suelta, apedreada por los chicos, corría enloquecida, sin rumbo, infundiendo terror a su paso.
Todos o casi todos éramos hijos de obreros textiles o de ceramistas, sumando los hijos del almacenero, el panadero, la modista, peluquera etc.
Gentes rústicas que mandaban a sus hijos a la escuela sólo por instinto de supervivencia.
Así fue pasando mi infancia, en calles de tierra, peleando con otros niños a golpes, en un medio hostil y mediocre.
A unas cuadras de mi casa vivía una familia con una niña más o menos de mi edad. Ella tomó el hábito de esperarme en la puerta de su casa e ir juntas a la escuela.
Se llamaba Amalia, era bonita, pecosa y de ojos claros, casi transparentes. Irradiaba melancolía o tristeza, no imaginaba que penas la agobiaban.
Al llegar a su puerta, se oía música, lo que me complacía tanto. Se lo dije, y sonriendo me invitó a su casa esa tarde.
Me sentí muy intrigada. Conocía a su papá, pero era muy serio y no hablaba con ningún vecino.
Previo permiso materno, encaminé mis pasos a lo de Amalia.
Luego de atravesar el jardín, ella abrió la puerta de la casa y me hizo pasar a una sala embaldosada como un tablero de damas.
Había muebles que entonces me parecieron enormes, y un baúl con un acordeón lustroso acaparó mi atención.
En la sala destacaba una fotografía con dos mujeres y un hombre, portando cada uno de ellos un instrumento musical.
La vieja foto me atrajo como un imán. Amalia dijo que me contaría la historia de su familia, si yo le prometía no repetirla.
Le aseguré que nunca lo haría.
Ella señalo con su pequeña mano la foto para describírmela.
El hombre que tenía un violín en las manos, era su abuelo, la mujer que pulsaba la guitarra, la hermana de éste. Y la hermosa joven con el acordeón en la falda, su abuela.
Me contó Amalia que la mamá había muerto cuando ella era muy pequeña. Su papá había hecho de padre y madre, y lo seguía haciendo todavía.
Y en cuanto a la familia retratada, formaban una pequeña orquesta, tocaban de pueblo en pueblo. Así se habían ganado la vida, hasta que el papá de la niña creció y comenzó a trabajar en una fábrica, ya que la música le era ajena por completo.
Compraron la casita dónde vivían. Al tiempo, la tía que era muy mayor murió, luego la siguió el abuelo.
Un día la abuela se puso su mejor ropa, su sombrero, tomó la cartera, y se fue caminando a la estación del tren, Ahí fue donde la vieron por última vez. Nunca regresó.
Los ojos claros de Amalia se empañaron y con su vocecita susurró que ella y su papá tenían la esperanza que regresara algún día.
Su acordeón la estaba esperando.




® Lidia A. González

® Birlibirloque

S. Menéndez







Menéndez introdujo la mano en el bolsillo del saco en un gesto automático. Palpó en su interior un papel e instintivamente lo sacó para ver de qué se trataba. Lo abrió con indolencia mientras avanzaba a paso vivo por la vereda. Desaceleró el paso para leerlo.”Distinguido Señor: Usted no me conoce pero necesito que me ayude. Tengo miedo!Le ruego que me salve. Mientras, me ocultaré en el restaurante abandonado El Viejo Molino del balneario de Anchorena, estoy segura que Usted lo conoce. Le ruego que no avise a la policía. Ayúdeme por favor! No me abandone.”
Se paró en seco y volvió a releer la misiva sin comprender bien de que se trataba ni de cómo había ido a parar a su bolsillo ni el porqué lo habían elegido a él. Era una broma. Pero de ¿quien? En la oficina, seguro que allí se lo pusieron para gastarle una de las acostumbradas bromas. González siempre el mismo gracioso que lo tenía de punto. Pero recordó que no llevaba ese saco al trabajo desde hacía mucho tiempo, así que no podía ser. Entonces tal vez en el club… si tal vez allí que no saben cómo entretenerse. No, pero tampoco podía ser porque no fue con ese saco. Inquieto y nervioso volvió a leer la carta. Una sensación extraña lo embargó. Si no era una broma cómo la habían introducido en su bolsillo. Rehizo mentalmente el itinerario. En el único lugar posible era en el tren. Pero había tanta gente! Viajó parado todo el trayecto sin notar nada raro, sin mirar a nadie, como siempre. Menéndez era la viva representación de la timidez. De pocas palabras, introvertido, de sonrisa breve, de fácil sonrojo, soltero. Parecía que le temía a las mujeres, había cuidado a una madre de mal carácter hasta el día de su muerte, hijo único. Ahora tenía 42 años, un físico normal; resaltaban en su rostro unos enormes ojos negros. Era una persona buena y sensible. Se tendría que haber dado cuenta si alguien la deslizó en su bolsillo. Pero no recordaba nada. La miró otra vez ya totalmente inmóvil en la acera. “Distinguido Señor”, nadie lo había llamado así, le gustó, con más ánimo de investigación y tomando el mensaje más seriamente analizó el papel, una simple hoja de cuaderno; la letra, rasgos redondeado escritos con apuro pero legibles, sin faltas de ortografía. La volvió a guardar. Avanzó nuevamente. Su mente pasaba de la incertidumbre “esto es absurdo! No tiene visos de realidad! A la certidumbre. Y si es cierto? Pero cómo me voy a involucrar en esto! El no estaba para solucionar el problema de nadie. A duras penas podía avanzar por la vida con los propios, con la falta de decisión, con sus dudas y angustias diarias. ¡Ayúdeme por favor! La frase bailó nuevamente frente a sus ojos. Nadie le había pedido algo de esa manera, hasta le parecía escuchar la voz implorando, rogándole.

-¡Buen día!- Saludó en general recibiendo algunos saludos desde los escritorios.
-¡Che, que cara Menéndez! Que fiestita anoche! La mataste no?
-¿Qué tal González?- Contestó con una media sonrisa - No me siento bien, creo que voy a irme después de comer, le pido permiso a Ricutti y me voy al médico.

Se sorprendió cuando se escuchó. Lo dijo así sin pensarlo demasiado. Necesitaba tomar una determinación y la oficina no era el lugar más adecuado. La mañana se le hizo eterna. Todo lo que comenzó lo tuvo que rehacer. Su mente estaba dentro de la carta, la preocupación lo paralizaba. Si el tenía una vida ordenada, metódica, porque tenía que implicarse en algo desconocido, tal vez peligroso. Justamente por eso, era la oportunidad de salir de esa terrible rutina que le estaba llevando la vida.
Salió después del permiso concedido. Se dirigió a su casa. Había tomado la decisión iría a ver cuánto de cierto tenía esa historia. El equipo de deportes sería el más adecuado, un escozor, una agitación interior, sensaciones nuevas lo envolvía. Conocía el lugar mencionado en la carta. Tomó el tren de la costa. Bajó en la estación que correspondía al balneario Anchorena. El sol brillaba aún en lo alto. La temperatura agradable de la tarde lo acompaño durante el breve trayecto que lo separaba del sitio. Lo visualizó de inmediato. Paredes semidestruidas rodeaban la estructura en forma de molino que antaño había sido una confitería. Ruinas entre árboles. Se ubicó a una distancia prudencial para ver si algún movimiento extraño le llamaba la atención. Pasó una pareja corriendo, más adelante un hombre paseaba un perro. Nada que indicara algo anormal. Se acercó con cautela cada vez más cerca del lugar. Tomó coraje, de algún rincón escondido sacó el valor para superar el miedo. Escombros y basura llenaban el desolado espacio. Lo rodeó ansiosamente para buscar algún indicio de movimiento humano. Nada. Se animó a alzar la voz den un ¡hola! Casi imperceptible. Esperó. Ningún sonido respondió a su llamado. Tal vez esté escondida y tiene miedo, pero sabe que estoy, que vine.
Con paso lento se dirigió hacia la playa. Un tronco caído le sirvió de asiento. Perdió la mirada en el horizonte de río y cielo. Una inusitada serenidad lo envolvió. Había cumplido, había superado sus temores, había acudido al llamado, había hecho honor por primera vez a su nombre “Salvador”, que más podía hacer?
A lo lejos una mujer caminaba descalza por la orilla del río, sin apuro, parecía disfrutar el momento. Al pasar frente a él le sonrió… Salvador esbozó una sonrisa por respuesta. Ella caminó lentamente hacia él.




© Erica Schworer
® Birlibirloque

Tarde de domingo








Tarde de domingo, llueve.


Personajes: Él, Ella ,Gato (el aparte)




Él. ¡Teléfono!
Ella: Ya atiendo.. (se seca apurada las manos en el delantal)
El: ¿Quién era?
Ella: Nadie. Cortó cuando atendí.
Gato: (seguro que era del establecimiento penitenciario)
El: ¡Qué raro!
Ella: Y... si... suele pasar... (sigue lavando los platos)
El: Atendé... no oís que suena de nuevo?
Ella: (secándose otra vez las manos) ¿Quién? No, no está. (vuelve a la pileta)
El: ¿y?...
Ella: ...para la nena..
El: Uno de sus amigotes, seguro,
Gato: (ahora empieza el discurso de la nena)
Ella: No sé...
El: Esa chica no aprende nunca. Y por tu culpa. ¡Con esa junta! No va a progresar...
Ella: Bueno... la vida es rara, a veces da sorpresas.
El: ¡Rara! ¡Rara es ella!...
Ella: No te sulfures que después te da la acidez...
Gato: (Mejor me voy al patio. Me aburro. Siempre lo mismo. Puff...)
-Riiing.
El: Atendé
Ella : Ya voy... (presurosa y resignada.) ...Sí, está leyendo el diario. Sii, no sé si te puede
atender. Sí, no quiere contestar el teléfono. Sí, sigue como siempre, insoportable y
gruñón... Sii... me parece que me estoy yendo. Sii... a la mierda... Chau... (corta y sale por la puerta de calle).
Gato: (Me parece que esta vez va en serio).





© Carolina Menapace
® Birlibirloque

Tres momentos ...













Felicitas, observa la cancha vacía de niños, las cotorras se confunden con el verde del pasto mojado. No llueve. Escucha el sonido de los pájaros arrullando los palomos, quejándose el zorzal, pían y pían los gorriones, canta glorioso el casero.
“Aquí anidaré por ahora” Todo verde, acunándose las ramas. El marrón del río a lo lejos se derrama sin quejas.
Algún auto se pasea sin apuro.
Ayer nomás, llovía. No había melodías, los árboles con sus troncos oscuros, ocultaban a los pájaros o ¿se habían ido? ¿Dónde estaban? Todo era melancolía.

Hoy la vida te saluda, a pesar del tiempo triste, los sonidos continúan.








Margarita, observa los movimientos casi alados de la casi bailarina china efectuando los compases de la danza contemporánea para la salud del cuerpo, dice.
La música que acompaña su grácil figura retrotrae a Margarita, su hijo no está. Recorre las estancias vacías. No se dio cuenta, hasta hoy que lo extrañaba, había hecho un trato secreto. Para cuando no estés, se dijo para sí, te añoraré en silencio, te acunare en mis sueños, volverás para preguntarme, “Qué tal má, cómo estas?”










Sin lágrimas.
El sonido de las melodías del tango.
Tres señores mayores bien prolijitos peinados a la gomina, con energía, tocaron sus instrumentos con gran maestría.
Un señor mediano, sentado en la fila primera saluda atento a un conocido.
De pronto sube al escenario.
Saluda al público.
Comienza su canto, esta canción es la que más me conmueve, dice. Comienza a desgranar sus notas.
Paloma pensó: Pucha, escucharé algo nuevo. Stamponi y Cátulo me gustan. “El último café”, está bueno, pero este “sin lágrimas”…
”no sabés cuánto te he querido”, canta y continuó cantando.
Cada estrofa llegaba a la estructura de su alma.
Paloma se dice: yo que creía, cubierta cada línea de mi cuerpo, estoy inundada por el canto.
¡Pucha che, no es pa´
tanto!



® María Elsa Bravo
® Birlibirloque


No serías un recuerdo









Si tu mirada y la suya, no se hubieran encontrado
no serías un recuerdo
si tu verano y su primavera disfrutaran el encuentro
si el almanaque callara, si dijera que es ayer
No serías un recuerdo

Si la luna se escondiera a la orilla del río
si el sol no estallara con su dorado reflejo
si el almanaque callara, el paso de aquellos tiempos.
No serías un recuerdo.

Si su cuerpo no sintiera ese gran escalofrío
al tocar tu mano amada
si en vez de decir ¡Eres mía¡
hubieras dicho ¡Te amo¡
No serías un recuerdo.

Si el tiempo transcurriera como una estrella fugaz
como barco que se aleja dejando estelas en el mar.
No serías un recuerdo.

Si no la vieras temblando en aquel vestido blanco
tomada de un brazo, sabiendo que no era el tuyo.
No serías un recuerdo.

Si vieras caer las hojas, en un otoño dorado
alfombrando el sendero, con su mano entre tu mano.
No serías un recuerdo

Si el almanaque callara, si ella no recordara
si tú le hubieras dicho ¡Te amo¡
No serías un recuerdo


® Remedios Pernas
® Birlibirloque

En el juego









-¡Sin saltar!- le dije, y entorné la puerta dejándolo disfrutar de una semiprivacidad de burbujas. Pero irguió su pequeña y desnuda humanidad y vociferó llamándome, con esa urgencia que tiene su caos.
Volví sobre mis pasos, me acomodé sobre la tapa del inodoro en una actitud de escucha que lo calma.
-Ma, ¿para que bañarme?, ¿para qué comer?, ¿para qué la escuela? Si me voy a morir.
No me sorprende el desconcierto ante su curiosidad. Por eso me siento. Porque las respuestas requieren un tiempo, una dedicación, un detener lo diario. Un reconocer esa inquietud y respetarla.
-Todos vamos a morir, es verdad, algún día. Lo más maravilloso ocurre en el mientras tanto.
-¿Vos también, ma?
-Si, hijito, pero todavía tenemos muchas conversaciones y burbujas, helados y juegos de pelota.
-Es horrible…
-Si, por lo menos desconocido y eso nos da miedo a todos, pero aún así vale la pena la vida.
-¿En serio?
-Te lo garantizo.
-Bueno, ahora vos hacés las burbujas y yo las atrapo- Me invita.
Con vos chillona finge ser la burbuja que escapa de sus propias manos asesinas y suplica: Dejame volar, dejame ir con mi mama.
En el juego es él quien tiene el poder, quien detiene la vida.
Eso, y mi presencia le da el coraje que necesita.


® Irma Acuña
Mayo 09
®Birlibirloque

Detener el grito





Oigo el silencio corretear en el viento
ojos negros, brillantes, fijos
atrapan los míos, cansados, presentes.
Se pierde la noche dentro de mí
traspasa huesos, penetra
incendia recuerdos
los redime.
Espero.
Un fuego descarna la piel
de mi condena

Tribunal y sentencia
breve tiempo entre luz vacía
suficiente para saber
del corazón víctima
de los ojos testigos en la noche.

Ya no tengo manos
para sostenerme del silencio.

Caigo. La vida es una dádiva
gime en soledad
me incorporo
tal vez otros labios toquen el aire
tal vez otra mirada repose
mientras el silencio me devora
y es la noche misma que sucumbe
en mi garganta seca
por detener el grito.


® Cecilia Ortiz
Zona de fuego la palabra
® Birlibirloque